Estos días de atrás, en el estupendo blog de Padres Frikerizos se comentaba el tema de las segundas maternidades y de cómo se afronta la crianza del segundo cuando hay otro pequeñajo pululando por ahí.
En mi caso, cuando me quedé embarazada del tercero (aka: Juanfran, por si hay algún despistado), teniendo una niña de tres años y otro de año y medio, todo el mundo pensó que aquéllo había sido un resbalón. Amén de que todos pensaban que estábamos locos siendo tan pequeños «los mayores».
Nada de eso. Cuando una ha estado en tratamiento para quedarse embarazada de la mayor, se ha estudiado por activa y por pasiva los ciclos menstruales, los aumentos de temperatura en la ovulación, los días fértiles, y demás zarandajas. Así que aquél día de octubre tenía muy claro que aquéllo era un flujo ovulatorio como la copa de un pino. Nada de azar.
Por aquél entonces acababan de decirme que me hacían fija en la farmacia en la que estaba trabajando después de un año con contratos temporales. Huelga decir que en cuanto confesé mi estado, aquéllo se pospuso hasta nueva orden (o sea, para después de parir, vamos). Pero las circunstancias, el destino, o como lo queráis llamar, hizo que un par de meses más tarde, allá por enero, me convirtiese en la primera embarazada de tres meses a la que le hacen un contrato indefinido porque mis jefas no encontraron a nadie que pudiera alcanzar mi nivel de profesionalidad ( baja Modesto, que sube ésta), y optaron por hacer el contrato aún a sabiendas de que en unos meses tendría que estar de baja.
Como todos mis embarazos, transcurrió de maravilla si exceptuamos los primeros meses en los que siempre mancho. Y tal día como hoy, catorce años atrás, la noche en la que echaron a Iñigo del primer Gran Hermano y que yo me pasé terminando de tejer un jersey para el neonato, servidora rompió aguas encontrándose el padre en un curso en Toledo, ya que aún faltaban unos días para el parto y los otros dos habían nacido justo el día en que salía de cuentas. Pero no contábamos con que el que iba a nacer ya denotaba su impaciencia desde antes de salir y se adelantó una semana. Eso debería habernos dado una pista de cómo iba a ser su carácter.
Desde bien pequeño se hizo cierto el dicho de que los terceros se crían, como dicen en mi pueblo, «a casco bomba». Si con el primero esterilizas hasta los pañales, cuando llega el tercero dejas que sean los mayores los que le pongan el chupete después de dar una cata, por supuesto, y dejas de preocuparte por los gérmenes que puedan acercarse a tu churumbel. Recuerdas la famosa frase: lo que no mata, engorda. Y la aplicas a rajatabla.
Empezó a hablar muy pronto (y así sigue, que no calla la boca ni debajo del agua). Es lo que en esta zona se conoce como «bacín». Para los que no conozcáis el término os remito a esta página que he encontrado y en la que se definen varios términos manchegos.
Cuando tenía cuatro o cinco años tuve que comprarle un atlas porque me harté de que se pasara el día preguntándome las diferencias de extensión entre Portugal y Ghana, o entre Italia y Cabo Verde, o entre España y Perú. O cual era la capital de Madagascar, o de Sri Lanka, o de Serbia (cuando yo lo que había estudiado era Yugoslavia y ahí me quedé). Mi cultura no es tan extensa, me temo. Así que con tan tierna edad se aprendió las capitales de toooooooodos los países del mundo, estaba jugando al fútbol o haciendo cualquier otra cosa y de repente se paraba y te decía: ¿sabes que la India tiene nosecuantos mil habitantes? o ¿sabes que la capital de Nepal es Katmandú? Un poco inquietante, lo sé. Me tranquiliza que a día de hoy solamente se sabe las que ha tenido que estudiarse para las clases y que todo aquéllo se ha borrado de su mente.
También desde pequeño demostró su carácter independiente. Cuando tenía entre uno y dos años se levantaba de la cama a medianoche y se dedicaba a sacar todo el paquete de toallitas para el culo y extenderlas por el suelo de la habitación, así como a reorganizarme los armarios, es decir, sacar toda su ropa y dejarla esparcida por el suelo. Después de un rato, se cansaba y se volvía a acostar. Exceptuando un día.
Me levanté y vi la puerta de su habitación entreabierta. No me extrañó porque a veces se iba a la habitación de su hermano, pero empecé a buscar por toda la casa y no aparecía por ningún lado. Miré en el salón por si se había quedado durmiendo en el sofá o en la alfombra, pero nada. Hasta que vi la puerta de la escalera que bajaba al patio medio abierta. Se me encendieron todas las alarmas porque aún no tenía dos años y no sabía bajar bien los escalones. Miré con miedo pensando que lo encontraría esclafado en el suelo a los pies de la escalera. Pero no. Se había metido en el coche, estaba en el asiento del copiloto, durmiendo, sin el pantalón del pijama y con la mierda del pañal saliéndose por el asiento, más feliz que una perdiz. Eso sí, también era muy limpio, más de una vez lavó sus calcetines, zapatos y ropa en general en el bidé, y algún que otro calzoncillo se fue por la taza del váter.
Después de todas estas travesuras que los mayores jamás habían protagonizado, nuestras ilusiones de formar una familia numerosa con cuatro o cinco niños ya que yo había sido hija única, se resumieron en que ya estábamos bien, para gran alivio de mis padres, que por aquél entonces eran los encargados de cuidar de ellos ya que mi marido trabajaba fuera entre semana.
Y ahora, después de todos estos «piropos» que le estoy echando, paso a contaros las cosas buenas: pese a ser el más pequeño de los tres, es el más trabajador, el más ordenado, el que mejor friega los platos. De hecho, Consuelo lo soborna más de una vez con algún postre con tal de que le friegue, ya que ella no lleva muy bien ese tema, si lo digo de forma delicada (sin metáforas, cocinará muy bien, pero friega como el culo).
Pese a ser muy independiente porque prácticamente se ha criado solo, está muy enmadrado aunque no quiera demostrarlo. Cuando me voy a Irlanda a llevar a Consuelo (próximamente post, aviso), el primer día lo pasa fatal y me acribilla a llamadas contándome todos sus males y lo que le duele o le deja de doler. Pero si intentas consolarlo cuando está enfermo o darle un beso sin venir a cuento te manda a freir espárragos. Doble personalidad.
En fin, es mi pequeño, el que hoy cumple 14 años, que ya me ha pillado en altura y el que cuando me oye hablar en inglés me dice que me calle porque «das pena, mamá». Pero sé que en realidad está muy orgulloso de mí (¿o no????), al igual que yo lo estoy de él, a pesar de tener mi wasap lleno de audios que me manda su hermano de cuando se cabrea jugando al Fifa y va perdiendo. Luego él lo niega todo, pero queda la prueba. Se compensa cuando te cuenta un chiste tonto, tonto y ves como ese mal carácter es en realidad la adolescencia, con sus tontás y sus cabreos, sus risas y sus gritos, y que todo esto pasará y lo echaré de menos, cuando pierda esa inocencia que aún conserva.
Y lo dejo aquí, que me pongo tontorrona. ¡Felicidades Juanfran!